Mi antiguo par, de montura granate y ovalada, sucumbieron bajo el peso de mi cuerpo cuando me desplomé sobre ellas sin querer en mitad de un ataque de risa floja — mi amiga me estaba recitando de memoria los diálogos de los primeros veinte minutos de Coraline y yo era la primera vez que veía a alguien tan concentrado en imitar la voz de la otra madre.
En realidad me cargué una de las patillas hace casi dos años, por lo que ya me había hecho a la idea del cambio y no me apenó la despedida: llevaba con ellas desde 2020 y desde entonces me pedían a gritos un relevo. Que dios las tenga en su gloria. Quizás lo único bueno es que, contra todo pronóstico y ante el desconcierto de mi familia, apenas me aumentó un poquito la dioptría derecha, por lo que todavía sigo por debajo del 3 en ambos ojos. ^_^
Las nuevas son más grandes, más redondas y más oscuras, y pienso que me quedan muy bien. La segunda montura es... cuestionable, cuanto menos. Doradas y angulares, elegidas bajo sugerencia de mi madre (a quien no le volveré a hacer caso en cuestiones estéticas nunca más): lo cierto es que son lindas, pero aún no me he acostumbrado a verme con ellas y, francamente, no creo que llegue a hacerlo. Para algo son el par de repuesto.
Según la buena de mi madre, ambas llegaron a la óptica este viernes, el último día lectivo del curso, para lo cual estoy seguro de que existe algún tipo de metáfora sobre echar la vista atrás, cerrar viejos capítulos y abrazar nuevos comienzos con... ¿buenos ojos? Pero no pienso entrar en ese tema aún porque, a pesar de que este año de carrera lo he disfrutado de principio a fin, ahora mismo me fatiga el simple hecho de rememorarlo. Otra vez será.
Lo importante es que por fin he vuelto a casa, ¡y de qué manera! Con un par de memorias aún pendientes por entregar, la visión nítida y el corazón cargadito de recuerdos.
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